Voy andando por la calle, los numerosos destellos de las luces de adorno navideño ciegan mis ojos como cuando era niña, sólo, que al abrirlos tras ese primer impacto embaucador, mis ojos observan, con bastante decepción, que el entorno ya no es ni la sombra de lo que fue.
La gente, alborotada, va de un lado para otro, sin rumbo, con sus mentes llenas de listas interminables, de cosas por hacer (que seguramente tendrán comienzo pero no fin, por su abandono, por desinterés), cosas vulgares, sin detenimiento, sin ilusión, sin verdad. No es algo que me plantee porque sí, es algo que siento, que percibo. Nada tiene que ver con una crisis económica, sea, ésta, del calibre que sea. Muy lejos de eso, siento una crisis a nivel humano, de grado grave, por no decir, que la siento herida de muerte.
Siempre, la Navidad, ha sido una época especial, (independientemente de que para unos sea más triste, que para otros), un período, en el cual, aunque, forzadamente, todo el mundo tiene los mejores deseos para los demás, las mejores esperanzas para sí mismos y, ante todo, unos momentos, en los que está dispuesto a compartir con sus congéneres, desde comidas, presentes y todo tipo de regalos, conseguidos a golpe de tarjeta, hasta las más recónditas conversaciones, en las que se involucran sentimientos y pensamientos como persona. Hoy este período, que antaño era como un túnel mágico, en el que por unos días todo se magnificaba y dulcificaba, se ha convertido en un producto de lata dónde resaltan aún más los valores perdidos, dónde se percibe por miradas, por roces, por gestos, por palabras, aspectos tan negativos como la envidia, la avaricia, el desespero por ser el primero, la falta de respeto y educación, la falsedad, la lucha por poseer con el objetivo de acumular, la obscenidad, el vicio sin límites, el desamor entre padres e hijos, nietos y abuelos, entre parejas, entre familias: en resumen la putrefacción del ser... (hace mucho tiempo humano)
Ver todo esto me produce cierta sensación de impotencia, por no poder ser capaz de cambiar lo más mínimo el cataclismo al que nos dirigimos (sin remedio, de cabeza). Sin embargo, de todo esto, hay algo que no consigo, siquiera, digerir, que me provoca tristeza, melancolía incluso, y es la indiferencia de unos por otros, a nadie le importa en absoluto lo que le pase a los otros, y ya no me refiero a lo que le pase a un indigente, ni a un inmigrante, a un extraño, sino a lo que le pase a un amigo, a un pariente, a un hermano. Cada uno vive sumergido en sí mismo, sin apenas inmutarse por lo que tiene cerca (hoy). Es la era del egoísmo, del sálvese quien pueda, y eso es, precisamente, lo que a nivel interior nos lleva a la destrucción de nosotros mismos. Sinceramente, esto no es Navidad (y además está muy lejos de serlo) y quien crea que sí, a mi parecer se engaña.
La gente, alborotada, va de un lado para otro, sin rumbo, con sus mentes llenas de listas interminables, de cosas por hacer (que seguramente tendrán comienzo pero no fin, por su abandono, por desinterés), cosas vulgares, sin detenimiento, sin ilusión, sin verdad. No es algo que me plantee porque sí, es algo que siento, que percibo. Nada tiene que ver con una crisis económica, sea, ésta, del calibre que sea. Muy lejos de eso, siento una crisis a nivel humano, de grado grave, por no decir, que la siento herida de muerte.
Siempre, la Navidad, ha sido una época especial, (independientemente de que para unos sea más triste, que para otros), un período, en el cual, aunque, forzadamente, todo el mundo tiene los mejores deseos para los demás, las mejores esperanzas para sí mismos y, ante todo, unos momentos, en los que está dispuesto a compartir con sus congéneres, desde comidas, presentes y todo tipo de regalos, conseguidos a golpe de tarjeta, hasta las más recónditas conversaciones, en las que se involucran sentimientos y pensamientos como persona. Hoy este período, que antaño era como un túnel mágico, en el que por unos días todo se magnificaba y dulcificaba, se ha convertido en un producto de lata dónde resaltan aún más los valores perdidos, dónde se percibe por miradas, por roces, por gestos, por palabras, aspectos tan negativos como la envidia, la avaricia, el desespero por ser el primero, la falta de respeto y educación, la falsedad, la lucha por poseer con el objetivo de acumular, la obscenidad, el vicio sin límites, el desamor entre padres e hijos, nietos y abuelos, entre parejas, entre familias: en resumen la putrefacción del ser... (hace mucho tiempo humano)
Ver todo esto me produce cierta sensación de impotencia, por no poder ser capaz de cambiar lo más mínimo el cataclismo al que nos dirigimos (sin remedio, de cabeza). Sin embargo, de todo esto, hay algo que no consigo, siquiera, digerir, que me provoca tristeza, melancolía incluso, y es la indiferencia de unos por otros, a nadie le importa en absoluto lo que le pase a los otros, y ya no me refiero a lo que le pase a un indigente, ni a un inmigrante, a un extraño, sino a lo que le pase a un amigo, a un pariente, a un hermano. Cada uno vive sumergido en sí mismo, sin apenas inmutarse por lo que tiene cerca (hoy). Es la era del egoísmo, del sálvese quien pueda, y eso es, precisamente, lo que a nivel interior nos lleva a la destrucción de nosotros mismos. Sinceramente, esto no es Navidad (y además está muy lejos de serlo) y quien crea que sí, a mi parecer se engaña.
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